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Del desaparecido Diario de Tom Ripley

4 de febrero

Se ha ido. Pat. Resulta raro que diga esto, pero… la echaré de menos. ¡Han sido muchos años juntos! Más de los que cree todo el mundo. Pero ¡qué sabrán ellos! Todos piensan que nuestra relación comenzó en el 54 en aquel cottage que había alquilado en Lenox, cuando comenzó a escribir mi historia. Pero fue mucho antes. Siendo ella una niña. Acababan de mudarse al apartamento de la 103 Oeste, en Manhattan. Ella, su insufrible madre y el manipulable padrastro que le había dado el apellido.

Yo era totalmente invisible para ella por entonces. Pero sabía que, si era tenaz, si persistía en mis intentos, algún día conseguiría llamar su atención. Lo que jamás pensé era que pasarían más de veinte años antes de lograrlo. Durante todo ese tiempo, no fui sino un ente inmaterial relegado a uno de los oscuros rincones de su mente. Hasta aquel día en Positano.

Pat llevaba una temporada viajando por Europa con Ellen, su novia de entonces, una de tantas; y, como solía ocurrir más pronto que tarde con todas ellas, las cosas no iban demasiado bien. Pat siempre ha tenido un carácter demasiado complicado, incluso para mí, jajaja. Nos alojábamos en un hotelito, el Albergo Montemare. Lo recuerdo perfectamente, porque aquel día fue el primero en que logré tocar su alma. Fue un breve instante, pero fue suficiente. Pat no estaba pues de muy buen humor. Dejó a Ellen dormitando en la cama y salió a la terraza de la habitación. Era un día soleado, idílico, sin demasiado calor, de esos en los que corre una ligera brisa que te acaricia y te hace cerrar los ojos. Desde el balcón se disfrutaba de una espléndida vista del Tirreno, de la verde falda inclinada de la costa sobre la que se encajaban las calles y casas del pequeño pueblo… y de la playa. Pat intentaba abstraerse, no pensar en nada, paseando su mirada a uno y otro lado, intentando escapar a los tumultos emocionales de su relación con Ellen. Era temprano aún y había poca gente en las calles. Un joven apareció caminando desde el otro lado de la playa, a paso lento. Pantalones cortos, sandalias, una toalla colgada sobre el hombro… Supuse, mejor dicho, supe que era americano. Lo delataban su aspecto y su forma de moverse, libre y despreocupada. Lucía unas gafas de sol de aspecto barato, y sus labios separados mostraban una dentadura potente, y la sonrisa de quien acaba de llegar a un lugar que considera paradisíaco. Pero había algo en él que delataba que se encontraba fuera de lugar. Poco después, pasó por debajo de la ventana, y vi que aquella podía ser mi oportunidad. «Ahí lo tienes. A tu personaje. Al que llevas tiempo buscando». Mis palabras parecieron sacar a Patsy de su letargo. Se lo quedó mirando, perpleja. «Baja. Síguelo». Lo hizo. Salió a la carrera y bajó las zigzagueantes calles que llevaban hasta el mar, preguntándose de dónde había salido aquella voz interior y porqué le había hecho caso. Cuando llegó a la playa el joven se había desvanecido. Lo buscó por las calles aledañas durante unos minutos, sin éxito.

Aquella visión plantó una semilla en su imaginación. Y durante las siguientes horas, diría incluso que durante los siguientes días, empezó a preguntarse, alentada por mí, quién podía ser aquel hombre. No tenía el característico aspecto del americano hijo de papá, decidido a vivir una aventura en Europa, llevando una vida bohemia, deseoso de a alejarse de las obligaciones y de la inaguantable presión familiar. No. Parecía un tipo corriente. Podría haber pasado por un vendedor de seguros o de coches, por un aburrido funcionario o un inspector de Hacienda. Un hombre anodino y sin futuro a quien una mano invisible hubiese levantado de la silla en la que aplastaba el culo ocho horas al día para trasladarlo, por arte de magia, en un abrir y cerrar de ojos, a lo más puro de la costa amalfitana. ¿Qué era lo que le había llevado hasta allí? ¿Cuáles eran sus planes? Pat empezó a fantasear y a crear un mundo alrededor de aquel tipo. Pero el asunto de Ellen y otras distracciones del viaje hicieron que finalmente se olvidase del asunto.

Aun así, la semilla estaba plantada. Y yo me encargué de irla regando con la esperanza de que empezase a brotar, para aferrarme a su tallo y a sus hojas y poder así crecer con ella. Pero se resistía. Hubieron de pasar dos años.

Cuando comenzó a escribir mi primera novela, todo cambió. Los siguientes fueron los mejores años de mi vida. Pero a medida que iba pasando el tiempo y Pat iba sacando nuevas entregas, empecé a cansarme del personaje. Inadvertidamente, al principio, Pat fue tomando el control lentamente, sin que yo, que me dedicaba a disfrutar del momento, me diese cuenta de ello. Tanto es así que, al final, Pat creía que era ella la única creadora de aquellas historias, como si yo no hubiese tenido nada que ver en el asunto. Y me fue arrinconando, relegándome al papel de un simple personaje de novela. Hasta que fue demasiado tarde. A tal extremo llegó para no reconocer mi existencia como un ser independiente, que llegó a pensar que ella y yo éramos una única persona. Cierto es que teníamos muchas cosas en común, y que ella aprovechaba sus novelas para hacer lo que yo hacía en las mías: deshacerme de aquellos que me molestaban, de quienes se interponían en mi camino. Pero yo lo hacía solo cuando los demás no me dejaban otra alternativa. No se trataba de ningún tipo de impulso criminal o de venganza. Ella, en cambio, asesinaba a sus antiguas amantes en sus novelas… bastaba con ponerle el nombre de una de ellas a uno de sus personajes para completar su vendetta. Sin mancharse las manos. Lo hacía con premeditación, no como yo. ¿Cómo pudo llegar a pensar que ella y yo éramos una sola persona? Me llegó a vestir con el mismo tipo de prendas que le gustaban a ella: vaqueros Levi´s ajustados, los mismos pijamas con botones, los mismos albornoces (de las mejores tiendas de caballeros)… ¡Si hasta en ocasiones se refería a sí misma como Pat H, alias Ripley!

Había empezado a escribir una sexta entrega. Le había puesto de título, provisionalmente, La suerte de Ripley. Ya no podrá ser. Pero no lo lamento, al contrario. Sigo viviendo en las páginas de los libros y en los recuerdos de los lectores, como la propia Patsy. Pero deseo ser libre. Libre para poder meterme en la piel de otro, como hice con Dickie, para comenzar una nueva vida, para dejar atrás este personaje y reinventarme. Noto que empiezo a aletargarme. ¿Cuánto durará este estado de inconsciencia hasta que otro autor me encuentre escondido en el fondo de su mente? No lo sé. Pero llegará el día. Y no seré ya más Tom Ripley, seré… qué sé yo, qué importa el nombre. Pero seré yo, en el fondo, un personaje en busca de autor, al que contarle la historia de mi vida. Una nueva vida que tengo ya pergeñada, y en la que no habrá más Grenleafs ni más Heloises, ni más Reeves, ni ninguno de esos otros personajes que me han venido acompañando y que son ya un obstáculo, una amenaza para mi nueva existencia. Es hora ya que me deshaga de ellos. Otros me acompañarán. Hay cientos, miles de personajes como yo, esperando ser escuchados por un escritor atento. Me noto cansado. Va siendo hora de dormir. Puede que sea un sueño largo, pero regresaré. Estoy seguro de ello.

 

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