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Ilustración de John Tenniel para el libro Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (1865)

Dodos, cerdos, monos y Chiquito de la Calzada

Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas está repleto de personajes que se comportan de manera aparentemente absurda (nada muy diferente a lo que hacen algunos famosillos en determinados programas de televisión, en cualquier caso). Quién no recuerda al Sombrerero Loco, el Gato de Cheshire o la Reina de Corazones, por poner unos pocos ejemplos. O al dodo, ese extraño pájaro que llevaba doscientos años extinto cuando Lewis Carroll escribió este cuento. Cuando el dodo aparece en escena en el libro, que no en la película de Disney, da la impresión de tratarse de un ser cabal que se expresa además con un rico vocabulario. Apariencia que se desvanece, poco después, cuando decide organizar lo que él llama una Carrera Loca: una carrera en círculo en la que cada participante empieza y termina de correr cuando le viene en gana y en la que todos terminan como ganadores. Igual que cuando hay elecciones, vaya, porque cuando llegan las declaraciones tras el anuncio de los resultados, todos parecen, de alguna manera, haber salido ganando. El dodo se muestra así como un personaje alocado más. Nada que deba sorprendernos dado el desmadre de mundo en que se desarrollan las aventuras de Alicia.

El descubrimiento del dodo

Y, menos aun, en el caso del dodo: hay quien dice que su nombre proviene de la palabra portuguesa doido (loco, insensato) y que se lo dieron los navegantes portugueses cuando arribaron a la isla de Mauricio, cerca de Madagascar, en los primeros años del siglo XVI. Dicen quienes sostienen esta teoría que el apelativo se lo dieron porque estas aves, incapaces de volar, no huían de los hombres y se dejaban cazar sin más.

Bueno, sin más sin más, no: parece ser que se dejaban atrapar, sí, pero más de uno se llevó un buen picotazo, lo que no es moco de pavo, porque el pico de estos pájaros, que alcanzaban el metro de altura, era descomunal. Picotazos aparte, lo que corroboran todos los relatos es que no solo se dejaban coger, sino que no huían cuando veían morir a sus congéneres a manos de los humanos, unos seres a quienes no habían visto en su vida. No obstante, hay dudas sobre que sea este el origen de su nombre, porque los portugueses, aunque sin duda se toparon con estos pájaros, muy abundantes en la isla, no dejaron registro alguno de su encuentro con ellos.

No debieron ser los portugueses, por supuesto, los primeros en llegar (aunque en este caso, como no se trata de un continente no hay tanta pelea como en el caso de América, en que se sigue discutiendo sobre si la descubrió Colón, los vikingos, un príncipe galés, los romanos, los fenicios, los egipcios… hasta los chinos; como si los indios americanos no contasen). Antes que los portugueses lo habían hecho, al menos, los árabes, a finales del siglo X. Denominaron al lugar Dina a Robin, que quiere decir isla… algo. Y digo algo porque los expertos no acaban de ponerse de acuerdo sobre lo que quería decir: que si isla desierta, que si isla del pez venenoso… Claro que es normal que no se aclaren, porque el nombre se conoce porque aparece en el planisferio de Cantino de 1502, un mapa que se cree fue elaborado por un cartógrafo anónimo portugués; pero aparece escrito en caracteres latinos, no en caracteres árabes, así que la transcripción del sonido original del nombre dado por los árabes a la isla puede interpretarse de diferentes maneras (más aun tratándose de árabe antiguo). Se cree también que, antes que los árabes, otros navegantes pudieron haber llegado a la isla: los semitas, los fenicios, los persas, los hindúes e incluso los chinos.

El planisferio de Cantino, de 1502

El nombre dado por los árabes a la isla debía sonarles raro a los portugueses, así que se lo cambiaron. Total, allí no vivía nadie, así que, ¿quién iba a quejarse? (lo de cambiarle el nombre a los lugares viene de antiguo; de ahí que nosotros, tan amigos de las tradiciones, por muy burras o absurdas que puedan ser, seguimos cambiándole el nombre a las calles de nuestros pueblos y ciudades). La llamaron isla de Cirne. Al cabo de unos días, el jefe de los portugueses (sobre quién fue el descubridor portugués también hay sus más y sus menos), viendo que en aquel lugar no había nada digno de explotar o saquear, debió decir algo así como (póngase acento portugués): «Pues eso: esta isla se llamará de ahora en adelante Cirne, que para eso la hemos descubierto nosotros y ahora es portuguesa. Y ahora vámonos, que este sitio es un auténtico peñazo». Para festejar con alegría la despedida de un lugar tan aburrido, cantaron un fado desde cubierta y se fueron para no volver. En cuanto al nombre, Cirne, tampoco los expertos terminan de ponerse de acuerdo: que si es una forma antigua de la palabra cisne en portugués (porque la isla, dicen, tiene forma de cisne, ¡por favor un oftalmólogo que les examine a esos señores la vista!), que si es sirene, o sea, sirena, pero mal escrito (en aquella época no existían todavía las reales academias de las lenguas, así que cada uno escribía como le parecía)… para el caso da igual, porque no fue la última vez que le cambiaron el nombre a la isla.

Y llegaron los holandeses

Los portugueses siguieron haciendo escala en la isla durante las siguientes décadas para aprovisionarse de carne y agua fresca, pero nunca lo hicieron con la intención de fundar una colonia. Hasta que, a finales de siglo, allá por 1598, aparecieron por allí unos navegantes holandeses. De rebote, no es que fuesen buscando la isla. Ellos iban camino de Indonesia, pero pillaron un tormentón de aúpa en el cabo de Buena Esperanza y uno de los barcos, al mando del vicealmirante Wybrand van Warwijck, acabó derrapando al dar la curva final de África, llegando, de puro churro, a la isla de Cirne. «¡Coñe, menudo pedazo isla! ¡Si debe ser como Tenerife! Pues, hala, pa la saca, nos la quedamos». Y, siguiendo la original idea de los anteriores descubridores de la isla, la bautizaron con el nombre de Mauritius, en honor de Maurits van Oranje (conocido por estos lares como Mauricio de Nassau). Mauricio era un noble holandés, hermanastro del Príncipe de Orange y estatúder, o sea, lugarteniente, del norte de los Países Bajos. Catorce años antes, Mauricio se había puesto al mando de las tropas que luchaban por la independencia de su país de la tiranía española, en lo que se dio por llamar la Guerra de los 80 años (aquello eran guerras y no las de ahora).

Así como para los franceses España resultaba un país austero, oscuro y triste, nada parecido al País de las Maravillas, para los holandeses debíamos resultar unos pecadores de la pradera, que diría el finado Chiquito de la Calzada. Incluido el mismo Felipe II, con lo jacarandoso que era nuestro devoto rey… Pero Felipe era el emperador católico, y como debía defender a la Iglesia de la herejía que se había asentado en Flandes, les dio para el pelo a los calvinistas. Y claro, los holandeses se levantaron en armas (algo tendría que ver en la revuelta también la condena medieval católica de la usura, que en aquellos lares siempre han sido muy negociantes y amigos del préstamo, y aquello de que les tocaran el negoci no les debió sentar muy bien a algunos). La persecución de los calvinistas reforzó la visión negativa que los holandeses tenían de España, al que veían como un país dominado por la Inquisición en el que se quemaban más herejes y brujas que torreznos. Es una parte de la leyenda negra perpetuada en la memoria colectiva de los europeos hasta nuestros días. Leyenda negra porque eso es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Y si no, miren ustedes: según las Actas del Simposio Internacional sobre la Inquisición celebrado en 1998, la Inquisición española solo quemó a 59 mujeres por brujería en toda su historia. Una cifra pequeña comparada con las quemadas por la Inquisición protestante en Europa: en Alemania fueron alrededor de 25.000, en Polonia-Lituania, 10.000, y en Suiza, 4.000. Y, para más inri, se dirá alguno, los holandeses tienen una ciudad llamada Brujas, así que a saber a cuántas quemaron allí. Pues no, aunque a algunas quemarían: el nombre de esta ciudad, capital de la provincia de Flandes Occidental, no tiene nada que ver con las brujas. Su nombre en neerlandés es Brugges, que quiere decir «puentes». Para quien no conozca esta bella ciudad, tiene un montón de ellos, más de ochenta, así que está muy bien puesto el nombre. Si alguien decidiese usar un sistema tan lógico y cartesiano en nuestro país, al pueblo oscense de Sallent de Gállego deberían ponerle de nombre Bares, pues es la población con más densidad de bares de toda España: casi 16 por cada 1.000 habitantes.

Viendo que no se terminaban de desembarazar de los españoles, resulta normal que a los holandeses les pareciese un puntazo eso de crear una colonia en la quinta coña, lejos de nuestra influencia, por si las moscas, en la recién bautizada isla de Mauritius. Así como a Brugges los españoles la llamamos Brujas, a Mauritius la llamamos Mauricio, que suena más como de estar por casa; lo cual es una pena, con lo bonito y majestuoso que suena eso de Mauritius, como a emperador romano; y no Mauricio, que recuerda al cutredueño del bar de una conocida serie de televisión. Con perdón de los Mauricios, que son todos muy majos, pero es que la tele hace mucho daño.

A bautizarlos tocan

Pero volvamos a los dodos… Cuando los holandeses vieron que aquellos extravagantes pájaros, incapaces de volar, se dejaban atrapar sin oponer resistencia, no se lo podían creer. Hala, a la cazuela. Les pusieron de nombre walgvogel, lo que en neerlandés significa «pájaro asqueroso«. Hay quien dice que le pusieron este nombre porque su carne era tenía mal sabor. Sin embargo, los relatos de unos marineros holandeses en 1602 indican que se debía a que cuanto más tiempo estaba la carne en la olla, más dura quedaba (por entonces el programa de Arguiñano no era muy conocido entre los holandeses, no como ahora). Cuentan también las crónicas holandesas que los cazaban en grandes cantidades porque eran buenos para comer. Gracias a su tamaño (algunos ejemplares se cree que podían llegar a pesar hasta 18 kilos), un par de estos pollitos daba para que comiese toda una tripulación de hombres fornidos y hambrientos. Los que sobraban de la caza los desplumaban y los conservaban en sal o ahumados. Así que muy malos no debían estar. Aunque puede que no estuviesen tan ricos como decían estos marinos, porque a buen hambre no hay pan duro, y a saber con qué provisiones contaban cuando llegaron a Mauricio después de un viaje tan largo (tardaron tres meses en llegar al cabo de Buena Esperanza; eso era un crucero de verdad y no los de ahora).

Y eso que, en aquella época, los barcos iban bien pertrechados de alimentos frescos, al menos al principio de las travesías; no vayan a pensar que en los navíos del siglo XVI y XVII se comía de lata y poco más (aún faltaban unos cuantos años para que se inventaran la lata de conserva, patentada en 1810). En absoluto, y para muestra un botón: el del mercante San Francisco Javier, alias La Peregrina, que en 1744 partió de Cádiz con destino Veracruz, México, con unos setenta hombres a bordo. Aunque sea casi 150 años más tarde de la llegada de los holandeses a Mauricio, las costumbres alimentarias tampoco habían variado tanto desde 1598, así que nos sirve el ejemplo (no es como ahora que a los dos años de que un cocinero se invente un plato de fusión gallego-birmano, ya está pasado de moda). El San Francisco Javier llevaba a bordo las siguientes viandas:

  • 40 cerdos
  • 50 carneros
  • 12 terneras
  • 1000 gallinas
  • 100 pollos
  • 40 pavos
  • 250 libras de manteca de puerco
  • 40 fanegas de legumbres secas y trigo (unos 1.800 kilos)
  • 25 barriles de harina
  • 200 ristras de pimientos (no dice si eran de Padrón)
  • 16 arrobas de dulces (184 kilos)
  • 6 arrobas de chocolate (69 kilos)
  • 6 arrobas de azúcar (69 kilos)

Para un viaje que solía durar alrededor de mes y medio, no está nada mal.

Cuando se trataba de viajes cortos, era común llevar las carnes y pescados en salazón (el bacalao se conserva así un mes, el buey dos y la carne de cerdo hasta año y medio), pero en las travesías largas se acostumbraba a llevar los animales vivos, en jaulas. Jaulas que, muchas veces, iban bajo cubierta, e incluso colgadas del techo. Imagínense el mareo de los pobres animales haciendo piruetas colgados como acróbatas circenses; no sería extraño que fuese así como se inventaron los huevos revueltos. Por desgracia, en las travesías largas muchos animales estiraban la pata, especialmente las gallinas y los pollos. Los sollados y bodegas donde se transportaba a los animales, cargados hasta los topes de mercaderías varias, debían parecerse mucho al camarote de los hermanos Marx. Tenía que ser una auténtica locura, con los bichos dando tumbos de babor a estribor y de popa a proa, cacareando, balando, mugiendo y gruñendo. No debía distar mucho aquello de las sesiones parlamentarias de hoy en día. A saber qué se decían unos a otros. Seguro que no tantas burradas como se escuchan en el hemiciclo, porque burros, a bordo, no había (aparte de algunos humanos). El desconcierto de los pobres animales debía ser de órdago. Si no se volvían majaretas era de milagro. Para evitar una mayor mortandad, los despenseros hacían subir las jaulas de los animales a cubierta cuando el tiempo lo permitía, para que les diera un poco el aire.  De paso, aprovechaban para limpiar el suelo de los sollados y la bodega, que esa era otra: el popurrí de cacorras más o menos sólidas y de potas de tanto animal, sujeto a una dieta a veces extraña y a tanto vaivén y mareos, debía proporcionar al ambiente un aspecto y aroma exquisitos, propios del fondo de un pozo negro.

Menos mal que los dodos no volaban porque de haberlo hecho el apelativo de «pájaro asqueroso» se lo habrían puesto por otra razón: los dodos pertenecen a la familia de las palomas (columbidae), pero cada uno de ellos podía pesar como tres docenas de palomas juntas; si nos quejamos cuando una de ellas nos adorna el coche con un pegote de sus plastas semilíquidas, que no hay quien las quite cuando se secan, imagínense como les habrían dejado el barco a los holandeses una bandada de dodos voladores. Y, a pesar de que no fue así, dos semanas después de su llegada a Mauritius, el barco de Wybrand van Warwijck retomó viaje camino de Indonesia, que era a donde se suponía tenía que ir.

Años más tarde, en 1637, los holandeses fundaron ya lo que se dice una colonia propiamente dicha, con sus casitas, sus calles polvorientas, sus iglesias, sus granjas y animales domésticos, sus tiendas de zuecos y encajes, sus campos de tulipanes y molinos de viento… y, por supuesto, montones de esclavos traídos de África. Que para eso les quedaba al ladito, y no se iban a poner ellos a currar talando árboles de ébano, con lo dura que es esa madera, a cultivar caña de azúcar en las plantaciones o a servir. Que para algo los esclavos eran negros, unos seres inhumanos carentes de alma y derecho alguno, y ellos la creme de la creme europea (por eso emigraron a aquella isla, donde Cristo dio las tres voces en lugar de quedarse en su casa). Ya para entonces habían aparecido nombres alternativos al de pájaro asqueroso, walgvogel, para referirse a los dodos: dronten, dood-aarsen (y sus variantes escritas dodaersen, dottaerssen, dodderse y dodars) e incluso totersten. Y aquí se pueden imaginar las luchas a navaja que se pueden haber producido entre los diferentes expertos en lingüística, dada la importancia del asunto. No profundizaremos en el asunto. Baste un apunte: todos esos apelativos parecen tener un origen en cierta forma despectivo; pájaro inflado, culo gordo o perezoso (a los que hay que sumar el del posible origen portugués de la palabra, insensato o loco).

Su extinción

Pobres dodos, qué manía de meterse con ellos. Ni tenían el culo gordo (al menos no mucho más que algunos de los que los cazaban) ni eran insensatos ni locos ni perezosos: eran ingenuos, eso es todo. No habían visto jamás un ser humano y no sabían lo peligrosos que podemos llegar a ser. Lo mismo sucedía con otras especies que vivían en Mauricio, como las tortugas, las palomas, las tórtolas o los loros grises, que se dejaban coger con la mano y acababan en la cazuela. En comparación con estas especies, el dodo presentaba una desventaja: solo ponía un huevo en cada puesta. Con una tasa tan baja de natalidad resulta lógico que para mediados del siglo XVII su número se hubiese reducido sustancialmente.

Hay que puntualizar, no obstante, que la caza por parte de los humanos no fue la única causa de su desaparición. Al parecer los primeros visitantes portugueses llevaron consigo a tierra cerdos vivos y algunos de ellos acabaron escapándose y convirtiéndose en salvajes; y algo parecido debió ocurrir con una especie de mono, el Macaca fascicularis, traído a Mauricio no se sabe si por los portugueses (a quienes parecen que les encantaba la carne de mono, aún no debían haber descubierto lo rico y versátil que resulta el bacalao) o por los holandeses. Tanto los cerdos como los macacos, omnívoros ambos, se desperdigaron por la isla y, creyéndose en el Paraíso terrenal, decidieron hacer caso de aquello del “Creced y multiplicaos”. El resultado: la isla acabó abarrotada de ellos. Representaban un enorme riesgo para los dodos, pues se alimentaban de sus crías y sus huevos. Su número llegó a ser tan alto que, en 1709, ante la plaga de cerdos salvajes que arrasaban con todo en la isla, se decidió hacer una batida para limitar su número. Un grupo de ochenta hombres consiguió matar a no menos de mil cerdos en un solo día. En esas mismas fechas, el mismo viajero que dejó constancia de esta batida informaba de que había visto alrededor de cuatro mil monos en un jardín próximo al lugar en donde se encontraba. Puede que fuera una exageración (quizás era una fake new para conseguir seguidores), porque a ver quién es el listo que cuenta 4000 monos. “Tú, el pequeñajo, el de la derecha, sí, tú, coñe, deja de moverte que he vuelto a perder la cuenta”. Si ni siquiera hoy, con tanta tecnología nos ponemos de acuerdo en cuántas personas hay en una manifestación. Ayer mismo leí que en una celebrada en una ciudad española, según la Policía, había algo menos de 3000 personas y según los manifestantes 200 000. Casi lo mismo. Así que, a saber cuántos monos vio aquel paisano, que lo mismo llevaba unas cuantas copas de genever, la ginebra típica holandesa, y veía ya no doble, sino cuádruple. En cualquier caso debía haber macacos hasta debajo de las piedras. Lo cierto es que, para cuando este señor escribió su relato, los dodos ya se habían extinguido; pero estas cifras nos dan una idea del entorno hostil en que se convirtió la que, hasta la llegada de los hombres, era para los dodos una isla paradisíaca carente de peligros.

El último relato creíble de un testigo presencial sobre dodos vivos data de 1662. Para entonces la isla estaba de nuevo deshabitada, ya que la pequeña colonia fundada por los holandeses había resultado un fracaso (mucho meterse con los españoles pero a la hora de fundar colonias…). Y he aquí que se repitió la jugada y otro barco holandés, en el que viajaba un tal Volquard Iversen naufragó, debido a una tormenta, en las inmediaciones de la isla. Iversen y sus compañeros abandonaron el barco, que estaba hecho un asquito. Ya en tierra, muertos de hambre, se dedicaron a buscar algo que cazar. Sin embargo, pese a que recorrieron la isla de cabo a rabo, no encontraron uno solo de aquellos enormes pájaros no voladores de los que tanto habían oído hablar. Hasta que, tras haber recorrido toda la isla, lo que no es moco de pavo, les sonrió la suerte: a poca distancia de la costa, sobre un pequeño islote al que pudieron acceder al bajar la marea, avistaron un reducido grupo de dodos. “¡Al ataqueeerrr!” debió decir Iversen. Luego, eso sí, redactó un informe muy serio que decía:

Entre otras aves estaban las que los hombres de las Indias llaman doddaerssen; eran más grandes que los gansos, pero no podían volar. En lugar de alas tenían pequeños colgajos; pero podían correr muy rápido. […] Cuando agarramos a uno por la pierna, lanzó un grito, otros se acercaron corriendo para ayudar al prisionero, y ellos mismos fueron atrapados”.

Así pues, los dodos habían perdido por fin su ingenuidad original: huían a toda prisa de los marineros e intentaban protegerse entre sí. Ya sabían cómo nos las gastábamos. El islote los había protegido hasta entonces del ataque de los cerdos y los macacos, puede que hasta les hiciesen cuchufletas desde su peñoncito, pero contra los humanos no tuvieron oportunidad alguna: el baluarte defensivo en que se había convertido aquel pedazo de terreno separado de la costa acabó transformándose en una cárcel de la que no había forma de escapar. Iversen y sus compañeros tuvieron mucha suerte: a los cinco días fueron rescatados por un barco que pasaba por el lugar. Al contrario que nuestros minialados amigos, ya que nunca más se volvió a ver un dodo vivo.

A latinazos

Llegado el siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, el Siglo de las Luces…, los naturalistas se pusieron a ponerle un nombre científico a todo bicho viviente, intentando poner un poco de orden en la multitud de nombres que recibían las especies en las diferentes partes del mundo. Algo imprescindible a la hora de que los naturalistas se refiriesen a una especie en particular porque, de otra manera, resultaba imposible saber si dos de ellos estaban hablando del mismo bicho o la misma planta. No crean que se ha resuelto, que muchos siguen pensando que la pescadilla y la merluza (también llamada pescada, pijota y carioca) son peces diferentes ; o el boquerón y la anchoa (también llamado aladroque, bocarte y longorón). Y no son los ejemplos más sangrantes. Así que imagínense en aquella época…

El sistema que se llevó el gato al agua fue el del naturalista sueco Linneo, en su famosa obra Systema naturae (lo del uso del latín en la literatura científica era algo muy habitual en la época, así que para ser naturalista había que pasar de la lección del rosa/rosae o lo llevabas clarete). En ella organizaba de manera exhaustiva los tres reinos, animal, vegetal y mineral, usando un sistema de clasificación, el binomial; ese en el que se establece el nombre científico mediante dos palabras de origen grecolatino o asimiladas, la primera correspondiente al género y la segunda al nombre específico de la especie. No era la primera vez que se usaba este tipo de clasificación: ya lo habían usado, a principios del siglo XVII, Gaspard y Johann Bauhin, dos naturalistas suecos, hermanos para más señas, para clasificar las plantas. Linneo partió del sistema de estos, haciendo algunos cambios, extendiéndolo a los reinos animal y mineral y quedando para la historia como el creador del sistema binomial.

De hecho, el primer nombre binomial en latín que recibió el dodo fue Cygno cuculato, es decir, “cisne encapuchado”, allá por el año 1634. ¿Quién se lo dio? ¡Hombre, por fin aparece un español relacionado directamente con el dodo! Porque fue el jesuita y místico español Juan Eusebio Nieremberg (sí, pese al apellido era español, de origen alemán, pero español), quien en su obra Historia Naturae Maxime Peregrinae, le dedica a nuestro querido dodo casi una página entera del libro. Si alguien está interesado, que me la pida, aunque le advierto que está en latín.

Tuvo que pasar más de un siglo para que le cambiaran el nombre científico al “cisne encapuchado”. Y así, en 1758, Linneo se lo cambió por Struthio cucullatus, o lo que es lo mismo, “avestruz encapuchado”. ¿De dónde se sacó el ilustre sueco que el dodo se parecía más a un avestruz que a un cisne? Vaya usted a saber. Pero es entendible, muchos naturalistas, especialmente cuando se trataba de especies extranjeras, eran solo naturalistas de salón, ya que aún no existían los viajes low cost. Pero, por supuesto, no podía quedar así la cosa: dos años después, en 1760, el zoólogo francés Mathurin Jacques Brisson decidió llamarlo Raphus cucullatus, es decir “avutarda encapuchada”. Pero como el dodo no se parecía a un avestruz más que en que era un pájaro y no volaba, y lo de encapuchado al señor Linneo no le terminaba de convencer, ocho años más tarde le cambió de nuevo el nombre. ¿Por cuál? Por Didus ineptus, o sea “tío tonto”. ¡Dale Manuel! ¡Qué manía con lo de llamarle tonto! Cuando ya debían saber que de tonto no tenía ni un pelo ni una pluma. Pero ya sabemos: difama, que algo queda. Por suerte aquello no cuajó y el nombre científico que ha perdurado es el dado por Brisson, es decir, Raphus cucullatus.

¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti?

Mucho hablar de los dodos, de su descubrimiento y de lo canutas que las pasaron hasta que se extinguieron, pero poco hemos dicho hasta ahora de su aspecto, de qué se alimentaban, etc. Así que vayamos allá: como ya hemos dicho, tenían aproximadamente un metro de altura. Sus alas eran pequeñas y estaban cubiertas de un plumaje grisáceo. El peso de un adulto rondaba por lo general los 10 kilos, pero podía llegar a los 18, especialmente en cautividad (al parecer si les echabas de comer, los animalicos no tenían fondo, probablemente debido al estrés). Su pico era ancho y largo, de unos veintitrés centímetros, con la punta en forma de garfio. Para terminar, las patas eran amarillas y muy robustas, con algunas plumas rizadas en la parte trasera.

Hay quien piensa que el tamaño y la forma del pico les servían para romper cocos y alimentarse de ellos, pero no hay constancia escrita del asunto. Sí se sabe que se alimentaban de frutos caídas de los árboles, en especial de los del tambalacoque, que se parece al melocotón. Y hay relatos de marineros que afirmaban que los habían visto cazando peces.

Los únicos restos existentes de dodos llevados a Europa en el siglo XVII fueron una cabeza y un pie disecados que se encuentran en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford (unos moldes de los cuales se encuentran expuestos en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid, en la sala dedicada a las especies extinguidas o en peligro de extinción), un pie que alguna vez estuvo en el Museo Británico pero que se ha perdido, un cráneo en el Museo Zoológico de la Universidad de Copenhague y una mandíbula superior en el Museo Nacional de Praga.

Molde de la cabeza y una pata de un dodo en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (Madrid)

Los dodos disecados que se ven hoy en día en los museos de todo el mundo han sido hechos de plumas de otras aves. Las reproducciones más antiguas que se conservan fueron realizadas por el taxidermista británico Rowland Ward en su mítico taller The Jungle (uno de los ejemplares disecados más importantes que se conservan en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, el del tilacino o lobo marsupial, extinguido en 1936, fue precisamente realizado por este famoso taller londinense).

Reconstrucción de un dodo en el Museo Universitario de Historia Natural de Oxford.

En 1865 se encontró una gran cantidad de huesos de dodo subfósiles en el pantano de Mare aux Songes en el sur de Mauricio, correspondientes a más de 300 dodos, pero muy pocos huesos de cráneo y alas. Más tarde, en 1904, un naturalista aficionado llamado Louis Etienne Thirioux, encontró el primer esqueleto completo de un dodo individual. Thirioux lo donó al Museo de Historia Natural del Instituto Mauricio. Más recientemente, en 2006, un equipo internacional de investigadores descubrió otro esqueleto completo de un dodo en una cueva de lava en Mauricio. Hay 26 museos en todo el mundo que conservan restos parciales de dodos, casi todos encontrados en Mare aux Songes. El Museo de Historia Natural, el Museo Americano de Historia Natural, el Museo de Zoología de la Universidad de Cambridge, el Museo Senckenberg y otros tienen esqueletos casi completos, ensamblados a partir de restos subfósiles disociados de varios individuos.

En homenaje al tristemente desaparecido dodo, Mauricio incorpora en su escudo la imagen de un dodo rampante (esto de rampante es muy de heráldica y quiere decir que está en una posición con las garras tendidas en ademán de agarrar algo); y aparece también en algunas monedas y billetes del país.

Hemos de agradecer a Lewis Carroll que popularizase al indefenso dodo en su cuento, haciendo que nos enamoráramos de él (bueno, un poquito solo, tampoco esto es West Side Story). De no ser por él, sería una más de los miles de especies que se han extinguido debido a la acción directa o indirecta de nosotros, los seres hubanos que dirían Martes y Trece, y de las que no nos suena ni el nombre. Como, por ejemplo, el solitario de Rodrigues (no, no es un portugués casado cuya mujer se ha ido de vacaciones mientras él se queda trabajando y encima se aburre como una ostra, no, es el pariente más próximo al dodo, otra ave de la familia de las palomas que se extinguió poco después que el dodo y que vivía en la isla de Rodrigues, a 560 km de Mauricio); o el pequeño zorro volador de Mauricio (un tipo de murciélago); o el ibis de Reunión (otro pájaro que vivía en Reunión, una isla del mismo archipiélago que Mauricio situada a solo 175 km de distancia de esta). Pero, claro, es normal: Lewis Carroll no los hizo famosos.

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Este artículo NO forma parte del libro

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Créanme: disfrutarán con cada página y, sobre todo, aprenderán muchísimo.  No dejen nunca de ser curiosos
».

Santiago Merino Rodríguez
Director del Museo Nacional de Ciencias Naturales – CSIC

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