«Se parece mucho a mi padre»
Eso es lo que me ha dicho hoy un chaval de unos nueve o diez años mientras miraba, concentradísimo, la reproducción de un Homo erectus en la sección de la evolución humana del Museo Nacional de Ciencias Naturales. No ha estado nada mal para ser el primer día que el museo ofrece visitas guiadas a grupos escolares tras más de 19 meses de pandemia.
No he podido evitar echarme a reír por la ocurrencia del chaval, que por cierto era muy avispado. En silencio eso sí, aunque he tenido que darme la vuelta para que no notara por la expresión de mis ojos que me estaba riendo (menos mal que llevaba puesta la mascarilla, no hay mal que por bien no venga).
Pero él no lo decía en plan de chufla ni mucho menos como podría pensar alguno. Tampoco hubiera resultado extraño, ya que no resulta raro que en los grupos de chavales aparezca alguno que, a costa de lo que están viendo, especialmente si hay alguna connotación sexual, aproveche la coyuntura para soltar una gracieta, que suele ser aplaudida de inmediato por el resto. No, no lo decía por hacer una gracia. Lo decía convencido del todo. Así que lo primero que me ha venido a la cabeza es, viendo la imagen de este Homo erectus, que su padre estaba hecho un auténtico cachas.
De todas maneras, si lo pensamos bien, el comentario tiene mucha miga. Si uno de estos individuos apareciese hoy en día en medio de una competición de culturismo —oportunamente depilado, eso sí, que los cánones de belleza de estos concursos así parecen imponerlo—, pasaría fácilmente por un concursante más, por un Homo sapiens cualquiera —no muy agraciado, las cosas como son—. Con los arcos supraciliares (los huesos de la cara sobre los que se sitúan las cejas) más prominentes de lo normal y con los pómulos también algo más abultados. Pero, por lo demás, pocos lo distinguirían del resto. Que no se me entienda mal, que no estoy llamando trogloditas a los culturistas, ni mucho menos.
A lo que me refiero es a que, después de todo, esta especie, que habitó nuestro planeta desde hace unos 2 millones de años hasta hace unos 117,000 años, no era, desde el punto de vista del aspecto físico, tan diferente a nosotros. La visión que se tenía, no solo de esta especie, sino de otras más próximas a nosotros, como los neandertales, ha cambiado mucho en las últimas décadas. Ya no son vistos con los prejuicios del Homo sapiens culmen de la evolución como unos parientes lejanos carentes de inteligencia, incapaces de hacer la o con un canuto, como se suele decir. Los descubrimientos que se han ido realizando en los últimos tiempos han permitido tener una visión totalmente diferente de quiénes eran, de cómo vivían y de sus capacidades cognitivas, no tan lejanas en algunos casos, como en el de los neandertales, de las de los sapiens, con los que cohabitaron y con los que se hibridaron (recuerden que los no africanos tenemos entre un 2 % y un 3 % de ADN neandertal, aproximadamente).
Y ello ha hecho que las representaciones que se han ido haciendo de las diferentes especies del género Homo hayan ido cambiando a lo largo del tiempo. Ya no son representados como seres peludos de facciones simiescas e incluso grotescas que se desplazaban a cuatro patas. Su aspecto, avalado por las reconstrucciones de algunos paleoartistas, como los afamados hermanos Kennis, ha conseguido lo que cientos de folios no han conseguido antes: que veamos a nuestros primos como seres humanos.
Así que, cuando este chaval afirmó, muy serio, que este Homo erectus se parecía mucho a su padre, probablemente tenía más razón que un santo.
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«En estas páginas podrán ustedes sumergirse en las salas de los museos con la curiosidad de una niña y la sorpresa de un adulto. Después de leerlo, estoy convencido de que querrán volver a visitarnos, para escudriñar de nuevo las vitrinas y comprobar que el mejor modo de aprender es dejar que vuele la imaginación.
Créanme: disfrutarán con cada página y, sobre todo, aprenderán muchísimo. No dejen nunca de ser curiosos».
Santiago Merino Rodríguez
Director del Museo Nacional de Ciencias Naturales – CSIC
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