Hace unas semanas, mientras me documentaba para mi nueva novela, me encontré en el Archivo General de Indias con un curioso y desconocido documento. Se trataba de la licencia concedida en enero de 1744 para embarcar en Cádiz rumbo a las Indias (en este caso con destino el puerto de Veracruz, en el Virreinato de Nueva España, hoy México) de un monumental personaje: don Pedro Franco Dávila. En aquellas fechas, Dávila estaba a punto de embarcarse en el navío francés San Francisco Javier, alias La Peregrina. Su intención, una vez llegado a Veracruz, era proseguir viaje a su tierra natal, Guayaquil. Pero la fortuna no le sonrió, ya que su navío, junto con otros que le acompañaban, fue capturado por corsarios ingleses y llevado a Jamaica, muy probablemente a Kingston. Tiempo después fue liberado en un intercambio de prisioneros entre España e Inglaterra, que se encontraban por entonces en guerra, en la conocida como Guerra del Asiento por el control del Caribe (los ingleses la llamaron la Guerra de la oreja de Jenkins por la afrenta que Robert Jenkins, un contrabandista capitán de un mercante inglés, dijo haber sufrido a manos de Juan León Fandiño, capitán de un guardacostas de la Armada española que interceptó el buque del inglés frente a las costas de Florida; Jenkins acusó al marino español de haberlo atado al palo mayor y haberle cortado de un tajo una de sus orejas al tiempo que le decía: «Ve y di a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve»). Siete meses después de su captura, Dávila consiguió salir de la isla en un buque holandés (neutrales en la guerra) rumbo a Holanda, de donde partiría después para Cádiz.
En aquellla fecha, Dávila contaba 32 años y era un modesto comerciante de cacao que, como decía, intentaba regresar de España a Guayaquil (en lo que hoy es Ecuador y entonces formaba parte del virreinato de Nueva Granada) tras haber permanecido fuera de casa durante 12 años. Pero jamás regresó y, 27 años más tarde, convertido en un conocido ilustrado residente en París, llegaría a un acuerdo con Carlos III, rey de España, para donarle su gabinete de historia natural, famoso en toda Europa. Un gabinete que se convertiría en aquel año de 1771 en el Real Gabinete de Historia Natural, hoy conocido como Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Dávila llegó a ser miembro de la Royal Society, la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo, la Academia de las Ciencias y Letras de Prusia y la Real Academia de la Historia de España.
Tras quince años al frente de la institución como su director, Dávila fallecería en enero de 1786, a los 74 años de edad. No se conserva retrato alguno de este ilustre hispanoecuatoriano. La única imagen que de él nos ha quedado es una máscara mortuoria (una práctica habitual en aquellos tiempos) realizada en escayola, y a partir de la cual se realizarían más tarde un busto y un grabado.
No existía hasta la fecha documento alguno en el que se diese detalle alguno sobre su aspecto físico. Pero eso ha cambiado ahora, al menos en parte, gracias a la licencia antes mencionada que he encontrado en el Archivo General de Indias. En ella se dice de Dávila: «Moreno, ojos grandes y Barbinegro».
Gracias a un par de programas de Inteligencia Artificial, he conseguido reconstruir el aspecto que podría haber tenido Dávila en aquel invierno de 1744, cuando estaba a punto de embarcarse en La Peregrina, añadiéndole una espléndida sonrisa que contrasta con el rictus de los labios de su máscara mortuoria. Y es que Dávila tenía una gran habilidad para las relaciones sociales (se codeó y carteó con los principales ilustrados y científicos de la época así como con ministros de Carlos III y nobles españoles y de toda Europa), por lo que no sería de extrañar que tuviera una atractiva sonrisa. Posteriormente he retocado la imagen para colorear sus ojos, su tez, darle color a sus ropajes y modificar el color de la peluca (un complemento ampliamente usado en aquella época).